Era
una noche de luna azul y aguas turbulentas, encubierta por la tranquilidad de
las estrellas en el cielo.
Ignorando
el frío, la niña correteaba en la espesura de un bosque tan verde como sus ojos,
del mismo modo en que siempre lo había hecho con sus hermanos; sin embargo,
pronto descubriría que su destino difería plenamente de lo que creía conocido.
Sujetó
su falda, y desatando los bríos que su madre le reprochaba, echó a correr hacia
lo que su padre llamaba “el foso de tinieblas”, una colección de altos y
retorcidos árboles en donde, según él, la luz de la luna era incapaz de
penetrar.
“No
vayas ahí, Ana”, le decía. “Hay cosas temibles en la noche, que permanecen
ocultas a nuestros ojos y no deben ser descubiertas”.
Mientras
pensaba en lo ridículas que consideraba las leyendas, la niña escuchó un ruido
a su espalda y soltó una risita de nerviosa anticipación. Su hermano favorito
solía salir de entre los arbustos para atraparla y hacerle cosquillas una vez
la tenía en el suelo, pero cuando sintió el filo de una daga perforando la piel
de su cuello, se percató de su propia vulnerabilidad.
Pronto
advirtió que no era un arma lo que la había atacado, eran colmillos, y parecían
destrozarla a medida que la invasión en la carne de sus hombros y su espalda se
profundizaba.
Intentó
pedir auxilio a gritos, sin lograrlo, pues la conmoción y el miedo, como un par
de viejos amigos, se unieron para impedirle si quiera abrir la boca.
Mientras
el dolor irrumpía en su cuerpo arrastrándola hacia la inconsciencia, y a sus oídos
llegaban los sonidos húmedos de la sangre en sus heridas, percibió la tibia
cercanía de una anormal respiración.
Repentinamente,
sintió un fuerte golpe en su columna, una sacudida en todo el cuerpo, y se vio
lanzada por los aires, antes de chocar contra uno de los enroscados árboles.
Aterrizó en el suelo, cara arriba.
Entonces
vino el aullido. Uno lleno de dolor tras el cual la bestia se acercó a ella y sin
visible intención de atacarla de nuevo, la observó fijamente.
Ana
pensó que su padre había mentido, porque a pesar del intrincado diseño de los
árboles, lograba ver la luna reflejada en aquellos ojos castaños.
Ojos
cálidos... familiares...
Su
propio cambio la tomó por sorpresa, naciendo en su interior, desgarrando sus
entrañas, intentando librarse de un cuerpo que no le pertenecía. Su piel manchada
de escarlata chasqueó al romperse, y sus huesos crujieron adaptándose a su
nueva condición. El pelaje surgido de su piel era rojizo como su cabello, pero
no estaba trenzado, era libre y se extendía a lo largo de su ágil cuerpo, así
como el verdor del bosque parecía derramarse por completo en la colina.
Ahora,
Ana era justo lo que su madre solía decir, una niña lobo, y como tal,
comprendió por qué su padre había inventado las historias acerca del foso... y
por qué desaparecía durante las noches de luna llena.