Criminal
Se
acercó a ella al final del callejón, luciendo tan seguro de sí mismo que logró cautivarla
con sólo una mirada.
Bajo
la pálida luz de una lámpara pudo ver que era bonita. Sus senos voluptuosos se
apretaban contra una camisa roja, tentándolo, y su estrecha minifalda de cuero
era el punto final de una pecaminosa poesía. Tenía poco más de veinte años y
aunque su cabello reseco difería de lo que consideraba hermoso, decidió cambiar
sus hábitos y honrarla con su compañía.
Le
sonrió y le ofreció un cigarrillo, ella negó con la cabeza y lo miró por entre
las pestañas de forma seductora.
“Tienes
bonitos ojos”, le dijo deslizando un par de dedos a través de la solapa de su
abrigo negro.
“Son
para verte mejor”, respondió él soltando una risita.
“¿Y
cuánto más quieres ver?”, susurró ella aproximándose.
Él
observó su cuerpo en descenso y enarcó una ceja justo antes de sujetarla por
las muñecas y llevarla hacia una pared apresándola con su cuerpo.
Le
molestó notar que la impúdica prostituta disfrutaba del peligro en la
situación, pero tras reparar en las marcas recientes de pinchazos en sus
brazos, su drogadicción se hizo evidente. Soltó sus manos, incapaz de soportar
la degradación narcótica en aquel ser humano.
Son
impenitentes marginadas, repetía la voz de su Maestro en el
interior de su cabeza. Purulentas y repugnantes criaturas desviadas de
cualquier salvación.
La
mujer parpadeó pesadamente y lo tomó de su abrigo para llevarlo hacia ella. Lo
besó en la boca, con la suya pestilente de alcohol, antes de lamer sus labios
de una sola pasada. Acarició sus mejillas en descenso, llegando a su garganta
antes de enfocar su aberrada mirada en el centro de su cuello. Acarició el clériman que lo cubría y sonrió.
“¿Sabes
que no eres el primero?”, susurró ella.
Pero
seré el último, pesó él palpando el contenido del bolsillo
interior de su abrigo.
Haló
el pelo de la mujer enredándolo en su puño izquierdo, y logró arrancarle un último
jadeo de placer, antes de deslizar la hoja de su delgada daga a través de la
frágil piel de su cuello.
Como
siempre, fue un corte impecable, perfeccionado por diez años de práctica. Lo
que siempre escapaba de su control, era el desagradable gorgoteo en el que se
transformaban las voces de las mujerzuelas cuando intentaban exigirle una
explicación por sus acciones.
Con
ojos desorbitados la mujer pretendió controlar su pérdida de sangre con ambas
manos, dándose por vencida ante la ausencia de fuerza en su cuerpo. Incluso en
aquel estado intentó atacarlo, pero finalmente, sólo tocó su rostro, y cerró
los ojos para no abrirlos más.
Mientras
él observaba la vida abandonar su antiguo templo, la sangre, como un elíxir
untuoso, se secó en sus mejillas, haciéndolo sentir como un Caballero Cruzado después
de una victoria.
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