viernes, 12 de julio de 2013

Mi visión de Jack, con un poco de religión y modernidad.

Criminal



Se acercó a ella al final del callejón, luciendo tan seguro de sí mismo que logró cautivarla con sólo una mirada.
Bajo la pálida luz de una lámpara pudo ver que era bonita. Sus senos voluptuosos se apretaban contra una camisa roja, tentándolo, y su estrecha minifalda de cuero era el punto final de una pecaminosa poesía. Tenía poco más de veinte años y aunque su cabello reseco difería de lo que consideraba hermoso, decidió cambiar sus hábitos y honrarla con su compañía.
Le sonrió y le ofreció un cigarrillo, ella negó con la cabeza y lo miró por entre las pestañas de forma seductora.
“Tienes bonitos ojos”, le dijo deslizando un par de dedos a través de la solapa de su abrigo negro.
“Son para verte mejor”, respondió él soltando una risita.
“¿Y cuánto más quieres ver?”, susurró ella aproximándose.
Él observó su cuerpo en descenso y enarcó una ceja justo antes de sujetarla por las muñecas y llevarla hacia una pared apresándola con su cuerpo.
Le molestó notar que la impúdica prostituta disfrutaba del peligro en la situación, pero tras reparar en las marcas recientes de pinchazos en sus brazos, su drogadicción se hizo evidente. Soltó sus manos, incapaz de soportar la degradación narcótica en aquel ser humano.
Son impenitentes marginadas, repetía la voz de su Maestro en el interior de su cabeza. Purulentas y repugnantes criaturas desviadas de cualquier salvación.
La mujer parpadeó pesadamente y lo tomó de su abrigo para llevarlo hacia ella. Lo besó en la boca, con la suya pestilente de alcohol, antes de lamer sus labios de una sola pasada. Acarició sus mejillas en descenso, llegando a su garganta antes de enfocar su aberrada mirada en el centro de su cuello. Acarició el clériman que lo cubría y sonrió.
“¿Sabes que no eres el primero?”, susurró ella.
Pero seré el último, pesó él palpando el contenido del bolsillo interior de su abrigo.
Haló el pelo de la mujer enredándolo en su puño izquierdo, y logró arrancarle un último jadeo de placer, antes de deslizar la hoja de su delgada daga a través de la frágil piel de su cuello.
Como siempre, fue un corte impecable, perfeccionado por diez años de práctica. Lo que siempre escapaba de su control, era el desagradable gorgoteo en el que se transformaban las voces de las mujerzuelas cuando intentaban exigirle una explicación por sus acciones.
Con ojos desorbitados la mujer pretendió controlar su pérdida de sangre con ambas manos, dándose por vencida ante la ausencia de fuerza en su cuerpo. Incluso en aquel estado intentó atacarlo, pero finalmente, sólo tocó su rostro, y cerró los ojos para no abrirlos más.
Mientras él observaba la vida abandonar su antiguo templo, la sangre, como un elíxir untuoso, se secó en sus mejillas, haciéndolo sentir como un Caballero Cruzado después de una victoria.

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