Exorcizando demonios.
Me ve a los ojos un par de segundos y se pone de pié
tan rápido, que me sobresalto.
Paga la cuenta en la barra y luego camina hacia mí. Da una
cabezada indicándome que me ponga de pie.
No hay romance.
Curiosamente, no lo necesito.
No quiero que tome mi mano, ni que me hable bonito.
Quiero que sea directo como siempre, y espero que nuestra
relación no mute sólo por tener sexo. Aunque si todo se va a la mierda esta
noche, puedo vivir sin él. No es indispensable, es sólo otro hombre que pasa
por mi vida y se va.
Lo mismo de siempre.
Sin embargo doy el salto al vacío con él.
No lo amo, y eso está bien. Sólo lo deseo y eso está mejor.
Tomamos un taxi y no hablamos. Cualquier conversación
insustancial acabaría con todo.
Lo miro.
Su nariz fina, esa piel pálida y seca, su pelo negro
azabache.
Esa apariencia común que esconde ese cerebro extraordinario.
De improviso me mira y sonríe.
No es una sonrisa velada, no es sexy. Es tan genuina como la
de esa primera tarde en el parque, cuando se despidió de mí. La interpreto a mi
modo, como hago siempre, y me convenzo de que esa sonrisa es su despedida,
porque después del sexo va desaparecer de mi vida.
Bien por mí.
Le sonrío de vuelta.
Él se acerca y me besa, se aleja y me besa de nuevo. Y de
nuevo. Besa mi mentón, mi mejilla y muerde el lóbulo de mi oreja.
—Te voy a comer toda. —No puedo evitar un escalofrío.
Después de un rato llegamos a su casa,
ubicada en un barrio de los malos. Uno de esos a los que no entraría jamás. Con
o sin él, me siento igual de insegura, pero acepto que tenerlo a mi lado
es mejor que no tener nada.
Abre la puerta y en un raro gesto de cortesía, me deja
entrar primero.
Bah, ¿qué cortesía?
Lo único que quiere es verme el culo.
(...)
Camino junto a Beto
hacia una habitación pequeña para mi gusto.
La cama, con una colcha negra, ocupa casi todo el espacio y
las paredes blancas están desnudas, dándole al lugar un aspecto estéril.
Está bien.
Eso es Beto.
Bueno y malo, limpio y sucio.
Me quito la chaqueta y meto las manos en mis bolsillos
sintiéndome torpe, casi virgen.
Después de asegurar la puerta, él pone un CD de Oasis en una
obsoleta grabadora que hay en el suelo, bajo una ventana, y la melodía me
relaja un poco. Se acerca a mí y me toca el pelo.
—Tenés el pelo raro, mujer —dice.
—¿Raro cómo?
—Es suave, pero no parece. Es como vos.
—No necesito que me digás cosas, hombre —susurro mientras
los acordes de Champagne Supernova me dan valor para quitarme la camisa— Agito mi pelo y
siento los rizos rebotar en mi cabeza como nunca antes.
Creo que la anticipación erótica despierta mi sensibilidad.
Beto me mira interminables segundos y luego me imita.
Su torso es poco velludo, muy delgado y muy blanco. Suelto
una risita.
—Te voy a desbaratar —digo. Sólo sonríe mientras se quita
los zapatos.
Lo imito.
Nos quitamos las medias a un tiempo.
Entonces hay una incómoda pausa en la que él permanece
viendo mis tetas como si fueran de azúcar y él fuera diabético.
Con su lista de enfermedades, podría serlo.
Llevo las manos a mi espalda...
—¡No! —Exclama dando un paso hacia mí. Toma mis manos para
dejarlas en mi cadera y rodea mis brazos con los suyos para llegar al broche de
mi brasier. Siento sus dedos fríos en la piel tibia de mi espalda y al segundo
siguiente, los siento en mis hombros, deslizando los tirantes hacia abajo.
Siento algo de vergüenza, porque mis tetas no son
particularmente bonitas, y tengo algunas estrías, pero no me
cubro. Necesito matar estas inseguras lombrices de una vez.
Beto deja caer la prenda al suelo y sonríe.
Aprieta sus manos en torno a mis senos y su temperatura fría me
estremece.
Mi respiración se detiene cuando Beto me mira a los ojos
alejando sus dedos de mi piel, para comenzar a forcejear con mi pantalón. Suelto
una risita y golpeo sus manos para encargarme. Mientras me quito mis jeans, él
hace lo mismo con los suyos.
Toma mi cara con ambas manos y sonríe como un niño,
entrecerrando los ojos, viéndose tan joven e inocente como jamás lo he visto.
Entonces me besa de nuevo y siento su erección chocar contra mi bajo vientre.
Llevo mis manos a su espalda y lo estrecho contra mí, en
tanto su beso se torna violento y decadente. Viola mi boca con su lengua y la
sensación es sublime, vertiginosa.
Lleva sus manos a mi pelo y lo empuña con ambas,
uniendo su frente con la mía.
Lame mis labios de una sola pasada y sonríe mientras uno de
sus muslos se abre paso entre los míos.
Chupa dos dedos de su mano derecha y sin dejar de mirarme,
los lleva a mi entrepierna.
Me aferro a sus hombros y clavo mis cortas uñas en su piel
al sentirlo acariciar mis húmedos pliegues.
Siseo cuando finalmente comienza a entrar.
Mueve su mano de forma que la palma me masajea el punto
exacto, y tengo que morderme la boca.
Gira sus dedos en mi interior, los sumerge, los libera...
Una y otra vez hasta que estoy a punto... Entonces los saca y los chupa de
nuevo.
Le perdono ese orgasmo fantasma, porque su cara de
satisfacción al hacerlo es mucho más impactante.
Quiero preguntarle cómo es mi sabor, pero prefiero saberlo
por mí misma.
Beso su boca y mi beso lo toma por sorpresa. Se aferra a mi
cintura y me lleva a la cama.
El colchón es duro, y la colcha está fría. No puede
importarme menos. Abro las piernas para recibir su cuerpo sobre el mío, y su erección
choca contra mi sexo húmedo y sensible. Él sisea, yo gimo.
Me ve a los ojos arrugando el ceño y abre la boca para decir
algo, pero se lo calla.
Sabe que no quiero mentiras, y también sabe que todo lo que
dicen los hombres a la hora del sexo es pura mierda.
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