miércoles, 7 de mayo de 2014

MI VECINO TOTORO Y MI ABUELO HAYAO MIYAZAKI

Cuando se llega a un punto en la vida en el que se es joven -pero no tan joven- y se quiere vivir -sin tanta alharaca-, hay cierto desarrollo alternativo en la visión del arte. Una percepción más calmada, más dulce, de mayor disfrute paciente y menos adrenalina innecesaria.
Conocí a Hayao Miyazaki en mi vida adulta, cuando mi capacidad de sorprenderme decaía, y mis sueños habían muerto hacía tiempo, y a cambio de unos cuantos minutos, recibí un mundo. Alternativo, animado y colorido; lleno de heroísmo femenino e imágenes que mis ojos nunca habían visto.

El Castillo Ambulante fue la primera película que vi de él. Una gloriosa casualidad.
Era anime, pero no el anime al que yo estaba acostumbrada después de crecer en la generación de Caballeros del Zodíaco, Samurai X y la masificada (y en opinión PERSONAL, detestable) Dragon Ball Z. Era cine animado... para niños, sólo que no era para niños en absoluto. Las connotaciones históricas, filosóficas y morales serían difícilmente comprendidas por un crío promedio.
Conmovió un lugar profundo en mí, tan profundo que mis ojos se llenaron de lágrimas cuando rodaron los créditos.
¿Qué acababa de ver?
Oh, sí. Conmovió mi alma y sigue conmoviéndola cada vez que tengo el placer de verla de nuevo.

Cuando la curiosidad me pateó y me forzó a investigar más al respecto: El acabose.
Una nueva obsesión había nacido.
Con una filmografía más que interesante, y un estudio cinematográfico propio, este tal Hayao Miyazaki debía ser realmente bueno. Y lo es. Lo será siempre.

El Viaje de Chihiro, más psicodélica y heterodoxa, pero igualmente valiosa, me golpeó como un martillo en el estómago. Era mágica; con elementos básicos de cultura japonesa, y un mensaje ecológico impactante, la historia de una niña en busca de la liberación de sus padres, era una oda al crecimiento personal y un camino directo a la fantasía grotesca, en el buen sentido.
La siguiente fue Mi vecino Totoro, y a pesar de los fuertes coqueteos iniciales, todo lo que Miyazaki necesitó para enamorarme fue una criatura parte oso, parte conejo, parte espíritu del bosque, sus dos compañeros y dos pequeñas niñas. La inocencia de la cinta, la belleza de sus personajes, y la increíble creatividad eran una mezcla balanceada entre fantasía y realidad.
Vi el lado vehemente del director con La Princesa Mononoke, en el cual reflejó con claridad su impotencia como visionario ecologista, y continué haciéndolo con Nausicäa en el Valle del Viento y El Castillo en el Cielo.
Luego vi Ponyo en el Acantilado, y ese fue el sello. Tal vez su película más tierna, era la que tenía el mensaje más claro.
El mismo mensaje que manejó siempre, con tonos, personajes y paisajes diferentes.

Sus protagonistas, en su mayoría heroínas valientes que tenían compañeros de viaje, más no caballeros de los que dependían, podrían ser el estandarte de un poderoso mensaje para esta generación de niñas que le dan más importancia a sus cuerpos que a sus mentes. Sin embargo, no depende enteramente de ellas. Los productos en masa son más fáciles de consumir, y en este caso, Disney es aplastante.
No me tomen a mal, las animaciones de Disney son maravillosas, pero carecen de ese elemento-realmente-sorpresa.

Cuando pienso en lo mucho que tardé en conocer la obra de este genio japonés, no puedo evitar sentir cierto rencor hacia mí misma. Es un rencor infundado, pero siento que perdí tiempo valioso, que tal vez de haber visto sus producciones en mi niñez, la mujer que soy ahora, esa que se siente cómoda en su piel y encuentra belleza en lo absurdo y lo ridículo, hubiera llegado antes, guiada por la voz imperceptible de un anciano nipón.
Pero todo llega a su tiempo, como han llegado sus otras películas y también las cintas de Studio Ghibli que no han sido dirigidas por él. Cintas conmovedoras en la sencillez de su realidad, como Susurros del Corazón y Recuerdos del Ayer, o completamente desgarradoras como La tumba de las luciérnagas.
Sí, todo llega a su tiempo. Como si ese mágico Gatobús estuviera dejando personajes en mi puerta, y fuera mi decisión cuándo dejarlos entrar.

Al pensar en Chihiro y Haku, en Porco Rosso, en Howl y Sophie, en Shizuku y Seiji, en Ponyo y Sosuke, en los Kodamas, siempre recuerdo esa famosa frase de Pedro Calderón de la Barca, esa que sólo comprendí a plenitud al conocer la obra de Hayao.
“... que toda la vida es sueño. Y los sueños, sueños son.”
Y mi abuelo japonés, revivió los míos.

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