Ectoplasma.
—Beto.
—¿Qué?
—¡Son las dos de la mañana!
—¿En serio? —Dice como si de verdad no lo supiera—. Pensé
que eran las tres.
Su descaro me arranca una sonrisa soñolienta.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien?
—Estoy cocinando.
—¿Por qué?
—Porque tengo hambre. Uno suele cocinar para comer, y
uno come cuando tiene hambre.
—Tu lógica no tiene falla, pero saber toda esa mierda no me
saca de la duda.
—¿Cuál duda?
—¿Por qué putas me llamás a las dos de la mañana?
—2:15 según el reloj del microondas.
—¡Beto!
—Mujer, ¿te llamo al fijo? Se me van a acabar los minutos y
no tengo como recargar.
—Muerto de hambre.
—Ya te llamo.
Salgo de la cama tan rápido como puedo para contestar al
primer timbrazo.
Lo siguiente al innecesario: “aló”, es probablemente el mejor madrazo en la historia de la humanidad.
—¿Qué?
—¡Me corté! ¡Hijueputa!
—Lavate.
—No, mujer. Voy a meter el puto dedo a la caneca de la
basura.
—Andate a la mierda, Beto.
—A vos que te mandaron antes, ¿cómo llego?
Cuelgo el teléfono antes de una réplica que no quiero dar.
Segundos después suena de nuevo.
Acepto la llamada, pero no hablo.
—Tan grosera —dice él.
Me quedo callada.
—Vale, pues. La cagué.
—He soportado tipos que la cagan todo el tiempo, Beto, y a
vos ni siquiera te quiero.
—No te pegués de maricadas, mujer. No lo vuelvo a hacer, y
ya.
—¿A qué debo el honor de tu llamada?
—Ah, me encanta el olor de sarcasmo a la madrugada.
—¿Por qué la urgencia? ¿No podías
esperar hasta mañana?
—No es urgencia. Sólo quería
hablar con vos.
—Okay —digo.
—Me está saliendo sangre.
El tono serio con el que hace el
comentario me hace reír.
—¿Y qué esperabas?
—A estas alturas de la vida,
ectoplasma o algo.
Sí, probablemente si un ser humano
tiene ectoplasma en las venas, es uno como él.
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